Acaba siempre, así, con la muerte, pero antes, ha estado la vida, escondida bajo el “bla, bla, bla”. Todo está sedimentado bajo la cháchara y el ruido. El silencio y el sentimiento. La emoción y el miedo. Los escuálidos, inconstantes, destellos de belleza. Y también, la sordidez desgraciada y la humanidad miserable. Todo sepultado bajo el manto de la molestia de estar en el mundo… Yo no me intereso por otros lugares. Por tanto, que comience esta novela. En el fondo es solo un truco. Sí, es solo un truco.”
Paolo Sorrentino, La grande bellezza
1
Reflexión en la acción en Sanhattan
Observas tu figura desnuda en un espejo de cuerpo entero y detectas la irrupción de nueva grasa abdominal. Tienes apenas 40 años. Te cuestionas el problema de la fealdad. En algún momento se puso de moda que los humanos debían ser bellos, los mamíferos más hermosos sobre la Tierra. Tersos y brillantes como una escultura del empresario estadounidense Jeff Koons. No hay oxígeno en la belleza, por el contrario, vives encerrado en una barrica hecha con tu propia piel y de la cual intentas escapar usando uñas y dientes. Sabes que entre tu cuerpo y el placer hay un hilo roto, un cortocircuito que no impide el orgasmo ocasional.
Estás tranquilo. Todavía follas pese a que vives en primera persona el crepúsculo del machismo interseccional. Una cantidad importante de hombres viejos y no tan viejos, como tú, follan haciendo uso de artefactos sagrados y primitivos que son sustitutos perfectos de la disfunción eréctil y simbólica. Te ves a ti mismo tratando de ganar dinero con las criptomonedas; te gusta imaginar que eres Di Caprio en el Wolf of Wall Street. Mezclas cocaína y viagra todos los sábados a la misma hora. Te repites constantemente que eres tu propio jefe. Te miras en el espejo del GYM. Estás solo. Estás dispuesto a todo. Lo decretas. Eres un emprendedor de verdad. Pero no tienes puta idea de finanzas internacionales, muchas veces no se te para y ya has subido 7 kilos en los últimos meses. No entiendes la heterogeneidad de criterios que influyen hoy en día en las distintas generaciones al momento de elegir sus parejas sexuales, en especial las lolitas, que las ves muy frágiles y enfadadas. No entiendes porqué la última chica joven que te follaste ahora prefiere tener sexo con sus amigas. Sientes que se te exige una dimensión de más. Ser más seductor, pero cada vez en una versión más blanda. Y ahí estás tú, perdido en la complejidad líquida del mundo, cuando lo único que realmente quieres es enterrarte en otro cuerpo sólido.
Has escuchado que para las mujeres es más difícil ejercer ciertas libertades. Siempre lo ha sido. Pero conceptualmente no lo entiendes. Para ti muchos han reducido la discriminación sexual a una sofocante culpa identitaria, en especial tus amigos universitarios, burgueses y excatólicos. Es más, has visto a los intelectuales de tu generación transformarse en una especie de párrocos ateos que cambiaron las misas por asambleas. Ese fétido olor progre. Para ti es terrible elucubrar la vida de las futuras hijas imaginarias de nuestra sociedad. Has visto cómo algunas corrientes feministas más puritanas las han reducido a víctimas infollables -¿cuál es el antónimo de “erótico”?-. No entiendes las manifestaciones estéticas que derivan de la furia al macho. Solo sabes que tú eres muy macho, aunque no entiendas la carga semántica de esa palabra. Te cuestionas si acaso estás en peligro. Te has topado con chicas que no se depilan las axilas ni el coño, pero eso no te importa mucho cuando se trata de follar. Eres pragmático. Hasta el momento solo has descartado a una chica que escribió con su menstruación frases incendiarias en los muros de alguna institución gubernamental.
Tú solo anhelas la simplicidad que emite una línea blanca sobre la mesa. Para ti es infinitamente mejor una sociedad de jóvenes que jalan cocaína en fiestas electrónicas que esta nueva generación de debiluchos que se muestran a sí mismos llorando vía streaming. Para ti, experto en marcas y marketing, en esa histeria digital no hay dolor real, solo un espectáculo. Es como esa amiga que tenías y que nunca quiso follar contigo. Se hizo una cuenta en Onlyfans y obviamente eres suscriptor de ella. Te dices a ti mismo que tú apoyas todo emprendimiento, pero en verdad solo buscas la sensación de poder que te otorga el pagar 5 USD/mes por espiarla remotamente. Abres una foto de ella en cuatro y haces zoom en su ano. Recuerdas que por ahí la querías penetrar, pero no logras fantasear nada. Te masturbas con esa foto pero no se te para. Ya no hay erotismo, es todo burdamente explícito.
Eres incapaz de conceptualizarlo, pero para ti todo se ha tornado más sexual que el sexo. Ves tetas y culos en todas partes, en cada esquina de la ciudad, como las grandes cadenas de farmacias de Santiago. Una frente a otra. Una junto a otra. Compitiendo. Coludidas. Te joden casi a diario pero te sientes en Disney cada vez que entras en ellas. Han logrado construir experiencias de clientes cada vez más memorables al mismo tiempo que te cobran sobreprecios. Si hubieses leído algo más que Padre Rico, Padre Pobre pensarías: el sexo, como el mercado, no tiene nada que ver con una estrategia de dominación foucaultiana, todo se reduce a transacciones y mercancías. Y ni eso. Hasta el fetichismo con las mercancías/cuerpos se desvanece. Pero tú no lees mucho. Solo intuyes, como experto en startups, que más pronto que tarde todos terminarán follando en el metaverso. Sin cuerpos. Sin fracturas.
Para ti Chile es un país mal follado. Primero, nos follaron los incas, luego los españoles y finalmente EEUU vía la CIA. Somos una cultura que nació de sucesivas violaciones. He ahí nuestra dificultad para decir “no”. Tú lo ves cada día en las reuniones de trabajo. Los complejos y el uso excesivo de diminutivos: “agüita”, “correito”, “poquito”, “chiquitito”. También lo ves en los happy hour cuando tus colegas se transforman en incompetentes acosadores. Ellos vivieron su despertar sexual, al igual que tú, en una época donde el sexo circulaba en forma de soft porn en revistas de moda que venían como suplemento del periódico, quizá El Mercurio. Hablamos de finales de los noventa. Aparecían jovencitas con rostros ABC1 en ropa interior o traje de baño posando en posiciones ridículas. Luego, conforme el acceso a internet se democratizó, complementaron sus fantasías con porno cada vez más hardcore y con mayor resolución. Esa fue toda la educación sexual recibida: revistas con cuicas semidesnudas y videos pornos sádicos.
Cuando hace unas semanas vomitabas en un paradero de Av. Providencia a las 4 AM aprendiste que el sexo es mucho más complejo de lo que creías. Es sábado y dos chicas transexuales intentan convencerte de pagar por una mamada, al ver lo borracho que estás se aburren de ti y te revelan algunos secretos. Sus clientes frecuentes suelen pertenecer a dos arquetipos de hombres heterosexuales:
- Jóvenes universitarios del barrio alto que cuando vienen de vuelta de la fiesta, usualmente borrachos o drogados, tienen una insospechada y retorcida necesidad de verga. Ya sea tocarla, mamarla o sentirla. La mayoría prefieren follarse a las chicas mientras les frotan el pene con la mano. Al parecer, la mayoría tienen miedo de ser penetrados, aunque algunos lo intentan.
- Cincuentones casados, con hijos y excelente nivel socioeconómico. Usualmente altos ejecutivos de empresas que están en búsqueda de, según ellos, “nuevas experiencias”. Aquí se dividen mitad y mitad. Algunos prefieren penetrar. Otros son versátiles y gustan de ambas posiciones. A todos, sin excepción, les gustan las vergas.
Esa noche descubres algo nuevo. Realmente no conoces a los hombres. Tampoco te conoces a ti mismo. Independiente de ello, crees que algo fascinante se esconde detrás del deseo de algunos tipos, que vienen de familias conservadoras y “bien constituidas”, por los penes.
Ese mismo lunes, a la hora de almuerzo, bajas de tu oficina y caminas por Isidora Goyenechea, en las cercanías de Plaza Perú. Ves una multitud de nanas paseando a los hijos de sus patronas, como si hubieran salido de un nido o colmena todas al mismo instante. También observas a los esposos, hijos e hijas de las madres de esas patronas deambulando por el sector, impecablemente vestidos, firmes y brillantes como diamantes humanos. Te llama la atención lo fácil que convergen todos en sus elecciones. Por ejemplo, muchos usan variaciones de camisas celestes y dockers beige. A su vez, muchos eligen los mismos lugares para ir a almorzar o pasar un rato después del horario de oficina, como, por ejemplo, el Tiramisú. Para ti es totalmente aceptable pagar un precio infladísimo por un pedazo de pizza mediocre si a cambio pareces ser uno de ellos. No hay nada como el calor de la tribu.
A veces observas tus ojos negros en el espejo. Se te pone la piel de gallina. Un sociópata crece en ti como un pequeño brote que emerge accidentalmente en el fértil jardín de la clase media. En tus huesos, músculos y estómago sientes la potencia de matar un hombre, engañar a tu mujer, estafar a tu padre o hurtar la lapicera Montblanc de tu jefe. Y luego, consumado el infame acto, dormir como un bebe que descansa sobre la teta de su madre. Dormir por fin después de mucho tiempo sin dormir. Después de todo, “el que puede, puede”. Pero aún no sabes que un hombre como tú no es más que la suma de todos los hombres pequeñitos y aterrados. Algo en ti lleva años quebrándose.
2
Travesía en el desierto
Estoy sentado en mi wáter a las seis de la mañana de un sábado de diciembre. En mi habitación, afuera de esta fortaleza ─desde pequeño he experimentado mucha paz en la intimidad que te proporciona el baño propio─ hay una modelo que duerme profundamente. No lo digo yo, lo dice ella, al menos lo de “modelo”. No siento ningún orgullo en particular por esta escena. Ella me llamó anoche, de la nada, en teoría andaba por el barrio. La conozco hace tres semanas, salí una o dos veces con ella, el resto fue un irregular intercambio de mensajes de texto. Llegó medio fumada, se desnudó, le pasé un polerón y se metió en mi cama. Por un segundo imaginé que me iba a robar o matar, era demasiado conveniente la escena, eso no pasa en la vida real, al menos no en mi vida real. Me lavé los dientes, me puse una polera gris y bóxer negro, me metí en la cama y simulé durante unos minutos que dormía. No podía dejar de pensar en ella semidesnuda durmiendo a centímetros míos. La abracé estilo cucharita para que ella notara mi erección. Fue un primer acercamiento sin mayor expectativa. Ella deslizó suavemente su mano hasta envolver mi pene. La escena era sospechosa, servía tanto para el inicio de una película porno como para el final de una película indie. Como sea, película de bajo presupuesto.
Repetía una y otra vez el cómo me había corrido en ella dentro de mi cabeza. Antes de besarnos me apretó el pene con toda su fuerza, como quien da un puñetazo en un muro. Sentí su vigor e intuí su malestar de estar ahí conmigo. Yo no soy nada para ella, casi un desconocido. Sin embargo, ahí está, en mi cama, ad portas de follarme. Intenté besarla pero no quiso. Tomó mi mano y la bajó hasta su clítoris que ya estaba húmedo. Pero cometí un error, tengo el hábito de olerlo todo: la comida, la basura, el ambiente cuando entro por primera vez a una habitación y también las partes del cuerpo de otras personas. Que quede claro, no es un fetiche sexual, muy por el contrario, es mi lamentable habilidad de percibir con gran precisión cuando algo está descompuesto o en vías de. Es un acto reflejo, la mayoría de las veces desearía jamás haberlo hecho. Por lo demás, en estas situaciones es absolutamente inútil. Es como oler una copa de vino recién servida, una siutiquería que no te salva del veneno que puede haber en ella, pero sí sirve para examinar la complejidad del vino y comprender mejor su estructura.
Me perturbó el olor que se había impregnado en mis dedos, ahora pegajosos. Me recordó aquella vez en la playa de Pupuya que me topé con el cadáver de un lobo marino y el viento era tan fuerte que la fetidez del animal muerto se mezclaba con el olor del océano pacífico en mis fosas nasales. Limpié sutilmente mi mano en su culo y procedí a voltearla para que quedara mirando boca abajo sobre la cama. En un principio hubo cierta resistencia. Al parecer ella prefería iniciarlo todo con un cunilingus. Era una expectativa perfectamente legítima pero que no compartíamos. Durante algunos segundos negociamos posturas y posiciones haciendo uso exclusivo del lenguaje imperfecto que se desprende de los movimientos y gestos espasmódicos de nuestras manos.
En el momento que ella procedió a elevar su culo gradualmente hasta convertirlo en la cúspide de una pirámide cuadrangular se me vino a la mente una interpretación mucho más sofisticada de la dominación sexual que usualmente ejercía en mis encuentros sexuales. Una interpretación mucho más sistémica que interpersonal de las posturas corporales. La idea era más o menos así: llegas a estar tan vacío, tan miserable, que no te excita el sexo, las mujeres o hombres, la belleza o lo prohibido per se, sino que única y exclusivamente la capacidad de someter a un otro. Y es la penetración anal, al ser perfectamente universal entre los humanos, la práctica de dominación por excelencia, ya que todos podemos ser objetos de una penetración. Pensé que quizás el sexo anal, como fenómeno antropológico, atesoraba un secreto inaccesible para los cuerpos de los intelectuales. Con seguridad no hay ensayos o tesis que aborden este tema desde la perspectiva de las ciencias sociales. Para qué hablar de su impacto en otras materias, como los estudios de género. El hecho de que todos podamos ser penetrados, pero solo algunos sean biológicamente capaces de penetrar a un otro, con su propia carne hasta el punto de la eyaculación, es un fenómeno de la biología cultural digno de ser analizado. Después de todo, un poco más del 50 por ciento de la población mundial, esto es, 3.939.500.000 personas en todo el mundo viven con un potencial instrumento violador indexado a sus cuerpos. Sería ingenuo no sopesar el efecto que tiene esto en la administración del poder de las instituciones.
Mientras entraba y salía una y otra vez de su culo, entre una penetración y otra, se me develó con cierta nitidez mi propia naturaleza: ¿Acaso era yo algún tipo de monstruo? Imagino que hasta cierto punto, el solo hecho de crecer en la exitosa clase media chilena, ser hijo de padres traumatizados con la dictadura de Pinochet, económicamente frágiles -pierden el sueldo; perdemos la vida- pero, a su vez, con una fe ciega en el neoliberalismo, sumado a mi autoeducación sexual basada en el porno hardcore y la culpa multidimensional inculcada por la Iglesia Católica me convirtió, de una u otra manera, voluntaria o involuntariamente, en alguna especie de monstruo desesperado por tener más y poseer a otros. Para mí, el hecho de sentir el abrigo estrecho de un culo envolviendo mi pene me permitía conectarme con el ahora, era una práctica equivalente a la técnica budista de meditación en el desierto sumergido en agua con hielo.
3
Dormir, por fin dormir
Ya eran las seis y algo de la mañana y tenía que resolver cómo deshacerme de ella, no podía seguir refugiado en mi baño. No hay nada más aterrador que despertar con otra persona. No si alguna vez fantaseaste amar a alguien y despertar con ella. En este caso, su cuerpo durmiendo en mi cama era una alegoría básica de otras ausencias. Ella flotaba entre mis sábanas como una sirena exánime en el Mar Muerto. Un ser mitológico, casi mágico, que no le daba más mística a mi vida.
Todo lo que viene después del sexo es higienizante, enfermizo, solitario, es una enorme estafa. La realidad postcoital puede ser asfixiante. Me duché y me vestí en silencio, la desperté con un ruido forzado y le expliqué que tenía que irme a trabajar siendo un sábado a las seis y media de la mañana -no hay nadie que se resista a esa mentira, sería reconocer que te están desechando y nadie puede sostener eso. Ella me sonrió, hizo el gesto de cubrirse con las sábanas gris marengo las tetas, ruborizada, pensando “¿pensará que soy estúpida y no me doy cuenta de lo que trata de hacer?”, entre otras cosas más. Reflexiones infértiles y perfectamente humanas por lo demás. Mientras se vestía no pude evitar mirarla con morbo. Su culo era una manzana de chocolate perfectamente depilada, con estrías apenas perceptibles que evidenciaban la acelerada expansión de su carne en la dirección correcta. Me atrevería a decir que su cuerpo no tenía la más mínima grasa. Sus tetas eran medianas y reales, lo sé por la forma en la que caían con total naturalidad. Su sonrisa era honesta, algo le hacía gracia, no tengo claro qué. Por un segundo veo en ella el reiterado fantasma de la posibilidad: todas esas ideas estúpidas acerca de las vidas-no-vividas, pensamientos obsesivos entre los no-amados.
Nos subimos al ascensor y bajamos en un silencio incómodo, son once pisos que parecen eternos. Por suerte no hay espejos, solo el color metálico de sus cuatro caras, eso me calma. Ninguna mirada puede interceptar por error a la otra. Nuestras pupilas se encuentran perfectamente paralelas hacia la puerta. Repentinamente, el ascensor se detiene en el sexto piso y sube una pareja aparentemente de nuestra misma edad. Se ven románticos, fieles entre sí, no sé si felices. Ella tiene una mirada un tanto angustiada, pero lucen como si fueran en sí mismos una manada. Eso me impacta, me hace sentir todavía más lejano a Carolina, pese a que jamás existió algún tipo de cercanía.
Bajamos hasta el primer piso y el ascensor se detiene. En un gesto caballeroso aprendido desde joven permito que ella baje primero. No le miro el culo. La encantadora pareja se baja inmediatamente después de nosotros. Saco mi celular del bolsillo, veo la pantalla y aparece un mensaje: “¡Su Uber ha llegado!”. La escolto hasta la reja del edificio:
─ ¿No me vas a llevar tú? ─pregunta ella.
─ No, no puedo, tengo que irme al trabajo, como te dije antes ─le respondo amablemente.
─ No te preocupes, me puedo tomar un taxi por mi cuenta ─me dice con una mirada fría, un tanto ofendida, mientras hace el amago de buscar algo en su cartera.
─ No es necesario, me quiero asegurar de que llegues bien a casa─ repliqué un tanto molesto de ese diálogo innecesario. Hacia mis adentro pensaba en lo único honesto en toda esta escena: “¿Por qué no te subes al puto Uber? Al menos sé pragmática y deja que yo pague, ambos nos merecemos esto”.
Ella me mira y sonríe como si hubiese sido brutalmente entrenada para jamás mostrar el más mínimo atisbo de rabia o tristeza. Me besa la mejilla y se marcha. Mientras ella camina en dirección al vehículo que la espera en la acera con las luces intermitentes encendidas, yo camino hacia el interior del edificio sin mirar atrás. No espero verla nuevamente. La despedida menos ambigua es casi siempre la más breve, un adiós debe ser como una bala directa a la cabeza, un acto último y ensordecedor.
Las puertas del ascensor comienzan a cerrarse, pero justo a tiempo la atraviesa un brazo. Entra un tipo vestido con un traje azul marino y una corbata a rayas, muy serio y en silencio. Tiene un aire a Christian Bale hace unos veinte años atrás. Por un momento creo que me mira fijamente, pero es muy temprano para pensar en eso. Apretó el 11 y me percato de que él no presiona ningún número. Lo miro fugazmente a los ojos, pero no encuentro ninguna mirada o respuesta. Suena el timbre del ascensor y me bajo, pero él no se inmuta. Antes de bajar lo escaneo con mi mirada periférica. En lo que dura una milésima de segundo fantaseo con una escena: le quiebro la tráquea con el borde externo de mi mano derecha como quien parte una tabla en dos, sin sangre, solo el ruido de los huesos y cartílagos quebrándose a la altura de la garganta.
Me bajo del ascensor y camino hasta mi departamento que queda justo frente a la salida del elevador. Saco un manojo de llaves y busco aquella que tiene una grieta casi imperceptible al roce con los dedos. Abro la puerta y la cierro rápidamente mientras me volteo para mirar a través del ojillo. El yuppie extraño sigue en el ascensor, marca el piso número uno y noto que se queda mirando directamente a mi puerta, me sonríe justo cuando el ascensor se comienza a cerrar, como si supiera que lo estoy observando.
Su sonrisa me descoloca. En el baño me miro al espejo mientras me mojo la cara ¿Estoy enloqueciendo? ¿Dormido? Quizás Carolina me drogó y me liberé de ella justo a tiempo… ¡¿Con quién hablas?! ¡Me pregunto a mí mismo! ¿Qué harías si estuvieras en mi situación? Le grito mentalmente al espejo. Un segundo después, caigo como saco de papas en el suelo del baño y por fin me duermo. Mi noche no ha terminado, acaba de comenzar.
4
Un hombre viejo ha muerto
Para entender mi presente nos debemos remitir a muchas semanas antes de esta noche, en el Encuentro Nacional de Recursos Humanos. No tenía muy claro cómo había terminado en ese lugar, pero tenía absoluta conciencia de la rabia que hacía latir mi corazón en ese instante. El odio más profundo nace de los relatos más ordinarios. Mientras el relator hablaba con su voz incómoda y nasal, detrás del “speaker” -esa patética afición de los latinos por los anglicismos- se proyectaba una frase de Elon Musk, escrita estrepitosamente con letras blancas sobre un fondo negro: “Muchas cosas son improbables, solo unas pocas son imposibles”. Luego, vino toda una sección del encuentro donde supuestos emprendedores de criptomonedas trataban de explicar de forma edulcorada cómo programaban robots para inflar el valor de nuevas monedas digitales que se lanzaban en ese oscuro océano de la especulación financiera. Mientras el relator hablaba me percaté de que no tenía la más mínima conciencia del nivel de abstracción del cual pendía su vida. Me pregunté si acaso mi propia vida no pendía de un hilo igual de frágil y abstracto.
De vuelta al hotel tomamos un taxi. Joaquín me sugirió pedir un Uber pero le respondí tajantemente: “no permitas que la tecnología te vuelva aún más ordinario”. No sé si lo dije para que Joaquín, que había pedido un Uber, se sintiera mal o bien para que anotara esa frase en su teléfono. Joaquín siempre había tenido el pasatiempo absurdo de anotar frases que luego podía aplicar en su vida en contextos insospechados, como una cita, un funeral o una reunión de trabajo. Jaime, por otro lado, que se había sentado en la posición de copiloto del taxista, no decía nada, fiel a su estoicismo hipersexualizado, solo se movían sus ojos como si estuviera teniendo un ictus, sus ojos perseguían a las mujeres que esperaban otros taxis como si buscara minas terrestres en plena trinchera y su vida dependiera de ello. Por suerte, Jaime era un pésimo acosador, prácticamente no hablaba, era como un monje incancelable que contemplaba con absoluta atención y renuncia.
Habían pasado años desde la última vez que los tres habíamos estado juntos, nadie sabe muy bien cuántos años en particular, y sin embargo, el tiempo solo había afectado nuestros cuerpos mas no nuestros espíritus que siempre estuvieron exhaustos. Eso sí, aún la vida no nos había quebrado del todo. Ya llegando al hotel, mientras bajábamos del taxi, les compartí a Joaquín y Jaime un pensamiento que hace semanas tenía instalado en la cabeza: “¿En qué momento un hombre de verdad decide que ha perdido su cuerpo?”. - No empieces con tus mierdas poéticas- me contestó Jaime. Cuando entramos por el hall del hotel advertí que sonaba un cover de Smells Like Teen Spirit de Nirvana, una versión lounge horrorosamente alegre que buscaba erradicar toda la oscuridad que contiene la versión original.
Jaime tenía que cagar por lo cual subió directamente a su habitación. Con Joaquín nos fuimos directo a la barra. Desde ahí podíamos observar con calma la diversa fauna de oficinistas y turistas que interactuaban en la zona. Era un ejercicio habitual, al menos para mí, el sentarme en barras o en lugares donde pudiera observar a otros y condenarlos moralmente. Por eso mismo evitaba sentarme frente a espejos, era igual de implacable conmigo mismo. La escena que se desplegaba frente a nuestros ojos revelaba ciertas verdades. Desde la barra hasta el otro extremo del cuarto había tres tipos de lugares donde te podías sentar. Por un lado, la barra, donde solo estaba yo con Joaquín -ya nadie se atreve a estar solo en una barra, es de borracho o de hombre que busca pretenderse interesante, como sea, Las Condes no es un lugar interesante y en los hoteles ubicados en locaciones poco interesantes no existen personajes interesantes que se sienten en la barra del bar-. También había mesas redondas y bajas, de mármol, incómodas, donde se suelen sentar personas que viajan solas o sienten pudor de ocupar una mesa cuadrada dispuesta para cuatro personas. Se sienten indignos de usar más espacio que el que su propio cuerpo en soledad les autoriza. Finalmente, estaban las mesas que podríamos llamar “normales”, donde usualmente se sientan parejas, familias o grupos.
Todas las escenas contienen una verdad que busca ser revelada. Entre las mesas “normales” hay un hombre que cena solo mientras corta su entrecot y bebe una copa de vino. Frente a él una silla vacía. Está rodeado, por no decir cercado, por el bullicio de otras mesas con familias locales y extranjeras que cenan felices, algunas risas adultas y chillidos de niños. Pareciera que en cada bocado siente la textura del tiempo agujereado. No mira su teléfono ni a otras personas. Está ahí. Toda su energía está en el proceso mecánico de cortar cada trozo de carne que se lleva a la boca. Sus ojos prácticamente no se levantan del plato.
Mientras yo estaba hipnotizado con la escena de aquel hombre cenando Jaime volvió de cagar y se nos sumó a la barra. Yo observaba en silencio a aquel hombre de cincuenta y tantos años vestido elegantemente con su traje. Su imagen se desplegaba ante mí como la apertura en cámara lenta de la cola de una majestuoso pavo real macho. Si eso no era un hombre, no sé qué es un hombre. La delicadeza de sus movimientos mientras usaba los cubiertos y bebía su copa de vino era exquisita. Incluso las arrugas de su cara y su leve alopecia le daban a su rostro una expresión teatral. Jaime también lo miró y me dijo:
- ¿A qué se debe tu obsesión con los hombres viejos y miserables?
- No veo su miseria, pero sí hay algo en él que me impacta - le dije.
- A mí nada. Estos son los típicos se van de putas o maltratan - respondió Jaime.
- Es probable, pero a la vez es solo una caricatura ¿Sabías que fue con caricaturas que el régimen Nazi logró deshumanizar a los judíos y negros? Así comenzó todo. Con carteles que tenían caricaturas de judíos narigones, entre otras cosas.
- ¿Estás comparando mi caricatura de los hombres viejos patéticos con el inicio de la campaña nazi? A veces se me olvida que eres de esa izquierda acomplejada que ve el facismo en todas partes
- Claro que sí, pero sin los complejos identitarios que están acabando con ellas.
- ¿A qué te refieres? Respondió Jaime con un evidente cansancio. Su desprecio por lo intelectual siempre fue un menosprecio en su forma más pura, pero a veces mis monólogos le sacaban una carcajada. Como Jaime reía poco, siempre estaba dispuesto a oír un poco más, por si tal accidente sucedía. Eso hacía nuestra amistad firme como un roble.
- Da igual. Lo único inaceptable de todo esto es: ¿por qué tardas siempre tanto en cagar? Solté una carcajada. Me daba pereza elaborar algo.
En ese momento se nos acercó la bartender a preguntar si queríamos algo más. Yo estaba sentado dándole la espalda. Me giro y le pregunto a Jaime y Joaquín qué están tomando. Joaquín me responde “Piña Colada” mientras levanta su copa blanca, más parecía un batido o vaso de leche que otra cosa. “Es dulce” agregó. Jaime tenía una cerveza lager en la mano.
- Para mí otro whisky igual con un solo hielo, por favor. Y lo mismo para mis amigos.
- ¿Qué whisky quieren ustedes? Les preguntó ella. Se veía claro que servir a otros no era su pasión.
- No sé nada de whiskys, ¿qué me recomiendas? Preguntó Joaquín.
- Yo tampoco - dijo ella. Últimamente me piden bastante el Jack Daniel´s Honey.
- No elijas eso - intervine abruptamente. La elección de un whisky es simple. Lo primero es decidir si lo quieres “on the rocks” o no. Esto viene de una tradición escocesa: antes ponían en el vaso pequeñas piedras que encontraban en los ríos. El resto de las variables son, en su mayoría, consecuencias de estrategias de marketing. Lo único interesante cuando hablamos de whisky es la brecha en la boca. El verdadero interés radica en la diferencia entre los distintos whiskys. La única forma correcta de beber whisky es como te dé la gana, pero ese poder de decisión lo ganas después de haber probado o catado una variedad amplia de alternativas. Es un camino largo. Sin embargo, Jack Daniel´s Honey lejos de educarte en la brecha de sabores en tu boca, lo que hará será endulzar algo que de por sí no debe ser dulce. Si quieres un postre toma otra Piña Colada e intenta que no te quede una marca de leche en ese esforzado bigote que tienes.
El chillido de una ambulancia interrumpe mi patética cátedra acerca del whisky. La vida misma irrumpe siempre implacable más allá de nuestras divagaciones. La ambulancia se detiene justo frente a la entrada del hotel. Ingresan a toda prisa dos paramédicos con una camilla. Todas las conversaciones se pausan. El recepcionista habla con uno de los paramédicos, al parecer le da ciertas indicaciones y los acompaña hasta el ascensor. En una de las habitaciones ha ocurrido algo. Entre tanto ajetreo el personal del hotel nos “invita” a subir al último piso. Nos trasladamos al rooftop del hotel, tienen un espacio dedicado exclusivamente a las tapas y cócteles. Sin embargo, a esa altura ya sabemos por la gente que trabaja en el hotel que alguien ha muerto. Un hombre de 65 años que, en palabras de una de las mucamas, “prácticamente vivía en el hotel”.
Un hombre ha muerto solo en un hotel. Podría haber sido yo en un futuro que aún no sucede.
5
Reacciones frente a una ambulancia
Últimamente me conmueve en exceso que los automóviles dejen pasar a las ambulancias. Todos mueven sus vehículos, desde motocicletas hasta autobuses, para abrir paso a quien anuncia una emergencia. Cual cardumen humano, cientos de individuos se mueven de forma coordinada y sintónica, actúan como un solo cuerpo altruista. No puedo evitar preguntarme qué los impulsa a cooperar. Quizás una mezcla entre solidaridad y culpa o el pensamiento miserable-adaptativo de “podría ser yo”. Debe haber un trasfondo animal en este tipo de coordinaciones colectivas.
Ser testigo me perturba. Cada vez que pasa cerca de mí una ambulancia con sus sirenas encendidas se me hace un nudo en la garganta. Y no tengo claros los motivos detrás del hecho de que un tipo como yo –un treintañero educado en la lógica capitalista– se sienta acongojado ante este tipo de fenómenos sociales. Tengo la intuición de que me trastorna el conformar parte de una manada de consumidores egoístas que, contra todo pronóstico, se coordinan entre sí eficientemente para ayudar a un otro desconocido, si es que no irrelevante.
¿Tendrá algo que ver mi reciente fobia a las ambulancias con mi preocupación por un otro en particular? Intento recordar, lograr identificar algún hito o rostro que me dé alguna pista. Pero es inútil. Apenas tengo acceso a borrones: imágenes como pinturas de acuarelas desfiguradas por un chorro de agua. Repaso a los miembros de mi familia, historiales de accidentes, asistencia a funerales. Identifico un hallazgo: siento más pena de estar ausente que del hecho irreversible de haber perdido a alguien. Quizás las ambulancias son símbolos urgentes de acontecimientos familiares y el deber mínimo de asistir con la presencia.
He leído que en terapia usualmente te explican que entre los recursos que tienen los humanos para sobrevivir está el ejercicio involuntario de esconder ciertas imágenes dolorosas en el “inconsciente”, las cuales luego se manifiestan de formas impensadas. Como, por ejemplo, llorar tras atropellar y matar a una paloma. En teoría, no se lamenta la muerte en sí del pájaro, sino la muerte de algo o alguien que emerge a través de él. Algo de eso ocurre aquí. Quizás escondí ciertas “imágenes dolorosas” (¿habrá en ellas escenas de ambulancias?) en diferentes partes de mi cuerpo –sin duda, una cantidad considerable a lo largo de mi colon– y tengo una ambulancia atravesada en la garganta.
Ayer, mientras estaba en el rooftop del hotel logré divisar los movimientos de la ambulancia zigzagueando bruscamente entre los vehículos. Sé que anoche murió un hombre y yo estaba en su mismo edificio. Por alguna razón me recordó a la famosa escena (¿sobrevalorada?) de la película American Beauty (1999) donde una bolsa de plástico se mueve en el aire durante casi tres minutos. Hay algo ahí, en ese movimiento errático de un algo, que en sí carece de toda gracia pero que permite proyectar algo inefable para quien observa. Me percaté, por primera vez en mi vida, que en el techo de la ambulancia había una insignia de una serpiente enroscada a una vara, el antiguo báculo de Asclepio, el dios griego hijo de Apolo, símbolo de la curación de los enfermos y, antes que Hades enfureciera, de la resurrección de los muertos.
¿Habrá un mensaje arquetípico detrás de todo esto? Los últimos días no logro conciliar el sueño, me despierto muchas veces abruptamente y sin aire en medio de la noche. Las ambulancias me siguen conmoviendo sin ninguna razón aparente. También he notado que han comenzado a emocionarme otros actos solidarios como, por ejemplo, los abrazos que duran minutos. Necesito una respuesta. Ordenar las imágenes: una ambulancia transporta un enfermo, el año que vi American Beauty, estar ausente, la nostalgia frente a un abrazo prolongado, un nudo en la garganta y la incapacidad de Asclepio para la resurrección.