Cuando el tercer accidente cerebrovascular de mi padre ocurrió yo estaba en Barcelona. Él en Chile. Mi hermana, que es médico, me dijo: viaja hoy, tal vez llegues a despedirte.
Los accidentes anteriores habían sido isquémicos (cuando el flujo de sangre se interrumpe por un coágulo). Este último fue hemorrágico: algo se rompió y la sangre inundaba su cerebro como el agua a un barco que se hunde.
Lo único que me quedó más o menos claro, tras una conversación breve y entrecortada por llantos mal contenidos, fue que, desde ese momento, mi padre sería un papá-niño.
No lloraba así desde hacía años. Llorar, no hacia afuera, sino hacia adentro. Como un ronquido estrepitoso disuelto en los pulmones. Hasta entonces, siempre me habían parecido poco creíbles esas escenas en que alguien llora en el suelo, abrazado a sus rodillas. Y justamente así terminé yo. Por descuido. Por dolor. Me vi desde afuera, más de una vez, durante la hora que estuve solo en mi departamento: hecho mierda, una cosa tirada, una criatura parecida a un perro temblando.
Me dolía el pecho. Sentí que paría algo desde el centro del tórax. Algo informe: una extremidad nueva, un brazo torcido. Era miedo, quizá. O angustia. No lo sé. La precisión conceptual, en ese momento, era maravillosamente irrelevante. Busqué una palabra. La más cercana se parecía demasiado a una imagen: el abrazo de papá, ese que siempre estuvo, es imposible.
Pensé que sería útil volver a creer en dios. Incluso entré a una iglesia para hablar con Él. No volvió. Tampoco se había ido. Entre rezos fallidos y cafés, pasé horas al teléfono con isapres, con seguros, con desconocidos que me hablaban como si yo también estuviera enfermo. Terminología médico-financiera diseñada magistralmente para que nadie entienda nada. Con mi hermana buscamos cuidadores. Alguien debía estar 24 horas con mi padre. La clínica fue clara: —Por seguridad del paciente, no podemos ser nosotros. Esto era mentira. Era por seguridad de la clínica que no tenía la dotación suficiente para supervisar el estado de los pacientes ingresados. Insistieron: —Tienen que ser ustedes. Alguien. Nadie. Ningún seguro lo cubría.
***
No pude viajar al día siguiente. No había vuelos. Y si había alguno, no podía pagar el precio del asiento. Tuve que esperar cuatro días. Cada noche, cuando en teoría debía dormir, me acosaba una imagen terrorífica: mi padre muerto mientras yo dormía ¿Qué clase de mierda de hijo se duerme sabiendo eso?
Exhausto, con ganas de dormir y de correr al mismo tiempo, lo único que atiné a hacer fue leer. Busqué en mi biblioteca con extremo cuidado. No cualquier lectura servía.
Finalmente, elegí Amuleto, de Bolaño. Y leí. Lo devoré como si fuera autoayuda. Como un niño que lee Harry Potter por primera vez. Como quien huye del calor pegajoso y termina persignándose en una iglesia.
Leí ese libro, y no otro, porque necesitaba a otro chileno extranjero en Barcelona en quien confiar, aunque ya estuviera muerto. Necesitaba la ternura y el delirio de Auxilio, su protagonista.
El miedo, en los hombres, nos vuelve patéticos. Nos empuja directo al cliché. Intensifica cualquier mamonería.
Pude haber soñado que Auxilio se sentaba junto a mí en un bar. Entonces, se me acercaría como un detective encubierto y me diría: tranquilo, yo soy la madre de todos los poetas y nunca permití (o el destino no permitió) que la pesadilla me desmontara.
Luego me contaría historias donde poder descansar. Me repetiría, una y otra vez, que nuestra historia está llena de encuentros que nunca sucedieron. Especialmente con poetas de Latinoamérica muertos a los cinco, a los diez, o incluso antes de nacer. Como la casi hija que yo había perdido hacía unos meses.
Hablaríamos también de los terrores mortalmente latinoamericanos. Para ella, era buscar su navaja en una noche oscura y no hallarla. Para mí, era pelearme con esos conchesumadres de las aseguradoras, que le ponen precio a cada día de vida de tu padre moribundo.
Después me hablaría de su padre, Bolaño. Que para entonces tendría la misma edad que mi padre, o la edad incierta de los padres que nunca terminan de morirse. Me hablaría de su vida en Barcelona y Blanes, de sus paseos por la playa con los pulmones rotos, de sus ganas de no volver a Chile y de su incapacidad —más feroz— de salir de Chile.
Auxilio, con voz grave y ojos encendidos, diría que entre los poetas del futuro que vio desfilar en aquel baño de la UNAM sitiado por militares en el 68, estaba también Enrique Lihn. Y que él —como tantos— tampoco salió nunca “del horroroso Chile”.
Pero esa noche Auxilio no llegó.O vino y no dijo nada. Se quedó sentada, al fondo del bar, fumando. Me miraba como si me conociera de otra guerra.Le hablé. Le dije que no sabía qué hacer. Que mi padre se moría en otro país. Que yo no podía llegar.Pero yo era uno más. Otro latino con papá moribundo. Poetas muertos hay miles, me decía, padres muertos, millones.
Quizá la literatura no salva. O no siempre. O no a los vivos.
***
Cuatro días después, cuando finalmente llegué a la clínica donde mi padre estaba ingresado, lo único cálido eran las luces LED.
Le tomé la mano. Él me miró. Sus ojos seguían verdes. Pero su mirada titilaba. Iba y venía. A veces lo veía, aunque durara solo unos segundos.
Durante más de treinta años, sus ojos habían sido la sombra de un boldo corpulento en pleno verano. Ahora me tocaba a mí ser el refugio. Y como todo refugio improvisado, apañaba, mientras se venía abajo.
La neuróloga nos comunicó que el pronóstico era malo, pero había que actuar como si fuera a recuperarse. Estimularlo. Mantenerlo despierto. Hacer preguntas básicas. Sumar. Nombrar. Recordar el nombre del presidente. El de uno mismo. El lugar donde se está.
Y lo intentamos todo. Pero mi padre ahora estaba hecho de agua y sal.
Solo dormía. Ya no importaba el tipo de estímulo ni quién le hablara.
Y yo no dormía. Me abrumaba una idea inconfesable, casi como un crimen:
Morir no es lo peor.
Es estar atrapado en las ruinas.
Es el cuerpo cerrado.
Conectado a tubos y máquinas.
Endeudado por no vivir.
Quizá llega un momento
en la vida de todo hijo
donde amar a papá
es desear matarlo.
***
¿Qué es ser adulto?
¿Decidir si incineras o entierras?
¿Heredar una deuda médica?
Papá murió.
Nadie te entrena para decir eso.
Quedamos mi hermana y yo.
Tenemos una foto de 1990 donde aparece nuestra familia completa. Los cinco.
A veces es como si nos estuvieran cazando.
Quizá ser adulto
es mirar esa foto
y no quebrarse.
***
Nunca me hice la pregunta del porqué. No podía. No quise.
Ni por qué pasó, ni por qué a él, ni por qué a nosotros, ni por qué así, ni por qué ahora.
Preguntas infértiles.
En lugar de eso, escribo.
Tenemos que escribirlos.
Hablar de ellos es como dibujar. Sus dientes torcidos. Sus manos. Sus sonrisas cuando no sabían que los miraban.
Es como oler, una vez más, el borde del cuello de una camisa. Escondidos, sin testigo alguno.
Incluso hay momentos, cuando escribo, que sus ojos se abren en mis ojos.
Y entonces congelo algo.
Una escena mínima:
Estamos vivos.
Tomamos once.
Pan con mantequilla derretida, té con leche en polvo, cucharitas golpeando la loza.
Nadie ha muerto.
Los cuerpos aguantan.
Mi padre se ríe.
Nadie advierte que ese momento —doméstico, vulgar— es sagrado.
Incluso los más ateos, cuando les arrancan a alguien como un diente, rezan a algo.
Lo he visto. Lo viví.
Una tarde, en el campo, un 18 de septiembre.
El almuerzo extendido. Carne, bebidas, moscas.
Y de entre nosotros, sin que nadie lo viera, emerge algo.
Quizá un dios principiante.
Torpe.
Idéntico a un atardecer amarillo.
No sabíamos qué era.
Pero estaba ahí. Y nos abrazaba.
Mientras mis tíos reían
y los rayos de luz
caían
hinchados
como limones.
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