Se está solo en una casa. Y no fuera, sino dentro. En el jardín hay pájaros, gatos.

En un jardín no se está solo. Pero, en una casa, se está tan solo que a veces se está perdido.

Sola. Para escribir libros que me han permitido saber, a mí y a los demás, que era la escritora que soy.

Comprendí que yo era una persona sola con mi escritura, sola muy lejos de todo.

He conservado esa soledad de los primeros libros. La he llevado conmigo.

Es una soledad. Es la soledad del autor, la del escribir. Para empezar uno se pregunta qué es ese silencio que lo rodea.

Esta casa, esta casa es el lugar de la soledad.

La soledad no se encuentra, se hace. La soledad se hace sola. Yo la hice. Porque decidí que era allí donde debía estar sola.

La soledad, la soledad también significa: o la muerte, o el libro. Pero, ante todo, significa el alcohol. Whisky, eso significa.

Hallarse en un agujero, en el fondo de un agujero, en una soledad casi total y descubrir que sólo la escritura te salvará.

Una inmensidad vacía. Un libro posible. Delante de nada.

En la vida llega un momento, y creo que es fatal, al que no se puede escapar, en que todo se pone en duda: el matrimonio, los amigos.

Y esa duda crece alrededor de uno. Esa duda está sola, es la soledad. Ha nacido de ella. Ya no podemos nombrar la palabra.

La duda es escribir. Por tanto, es el escritor también.

Es tan insoportable como un crimen.

Cuando me acostaba, me tapaba la cara. Tenía miedo de mí. No sé cómo no sé por qué.

Cuando yo escribía en la casa todo escribía. La escritura estaba en todas partes.

Eso hace salvaje la escritura. Se acerca a un salvajismo anterior a la vida. Y siempre lo reconocemos, es el de los bosques, tan antiguo como el tiempo. El del miedo a todo, distinto e inseparable de la vida misma.

Uno se encarniza. No se puede escribir sin cuerpo. Hay que ser más fuerte que uno mismo, más fuerte que lo que se escribe.

No es solo la escritura, lo escrito, también los gritos de las bestias de la noche.

Es la vulgaridad masificada, desesperante, de la sociedad.

Y también lo más violento de la felicidad.

Dejamos de conocer a la gente que conocemos y creemos haber esperado a quienes no conocemos.

*

Puedo decir que tenía miedo cada atardecer.

A veces salía tarde, al anochecer.

Bebíamos. Hablábamos, mucho. Íbamos a una especie de cafetería grande como un pueblo de varias hectáreas.

Y los camareros vigilaban como polis aquella especie de inmenso territorio de nuestra soledad.

Escribir es también no hablar. Es callarse. Es aullar sin ruido.

*

Un libro abierto es también la noche.

Estar sola con el libro aún no escrito es estar aún en el primer sueño de la humanidad.

Es estar sola en un refugio durante la guerra. Pero sin rezos, sin Dios, sin pensamiento alguno salvo ese loco de matar hasta el último nazi.

Uno está solo incluso en su propia soledad. Siempre inconcebible. Siempre peligrosa. Sí. Un precio que hay que pagar por haber osado salir y gritar.

En el libro hay eso: la soledad es la del mundo entero. Está por todas partes. Lo ha invadido todo.

La soledad es eso sin lo que nada se hace.

*

Lo que reprocho a los libros, en general, es eso: no son libres.

Libros "encantadores", sin poso alguno, sin noche. Sin silencio.

Libros de un día, de viaje. Pero no libros que se incrustan en el pensamiento y que hablen del duelo profundo de toda la vida.

*

Yo me parezco a todo el mundo. Creo que nunca nadie se ha vuelto hacia mí por la calle. Soy la banalidad. El triunfo de la banalidad.

Con frecuencia me quedo sola, en lugares tranquilos y vacíos. Mucho rato. Y fue en un silencio cuando de repente vi y oí los últimos minutos de vida de una mosca común.

Estaba sola con ella en toda la extensión de la casa.

Observé cómo moría una mosca semejante. Fue largo. Duró entre diez y quince minutos. La vida debió acabar.

Me equivocaba, la mosca seguía viva.

Mi presencia hacía más atroz esa muerte. Lo sabía y me quedé. Para ver. Ver cómo esa muerte invadía progresivamente esa mosca. Y también para intentar ver de dónde surgía esa muerte.

La muerte de una mosca es la muerte.

Ahora está escrita.

Está bien que el escribir lleve a esto, a aquella mosca, agónica, quiero decir: escribir el espanto de escribir.La hora exacta de la muerte, consignada la hacía ya accesible. Le daba una importancia de orden general, digamos un lugar concreto en el mapa general de la vida sobre la tierra.

Cuando se extrae todo de uno mismo, todo un libro, forzosamente se está en el particular estado de cierta soledad que no se puede compartir con  nadie.

Aún la veo, a la mosca, a aquella mosca, en la pared blanca, aún la veo morir.

También se puede no escribir, olvidar a una mosca.

*

El problema, durante todo el año, es el crepúsculo. En verano y en invierno.

Es triste cada vez, pero no trágico: el invierno, la vida, la injusticia. El horror absoluto una mañana determinada. Es sólo eso, triste. No nos acostumbramos con el tiempo.

La hora del crepúsculo al atardecer; es la hora en la que todo el mundo deja de trabajar alrededor del escritor.

En las ciudades, en los pueblos, en todas partes, los escritores son gente solitaria.

*

Llorar, es necesario que eso también suceda.

Porque la desesperación es tangible. Permanece. El recuerdo de la desesperación permanece. A veces mata.

Escribir.

No puedo.

Nadie puede.

Hay que decirlo: no se puede.

Y se escribe.

Lo desconocido que uno lleva en sí mismo: escribir, eso es lo que se consigue. Eso o nada.

La escritura: la escritura llega como el viento, está desnuda, es la tinta, es lo escrito, y pasa como nada pasa en la vida, nada, excepto eso, la vida.