Hemos de escribir para salvar a quienes más amamos. Hemos de escribirlos, sus formas, sus manos, el olor impregnado en el borde del cuello de sus camisas, sus dientes torcidos, sus miradas despiertas refugiadas en nuestra memoria. Hemos de escribir porque amamos lo más frágil de ellos: la carne, los huesos, el cerebro inflamado, la sangre que ahora fluye un poco más lenta, la falta de oxígeno. Hemos de escribir hasta arrancarnos del pecho la noche, la sonrisa expirada, la distancia irreversible hacia un instante fósil: es un domingo de junio por la tarde, y los miembros de una familia se reúnen en torno a una mesa ovalada, ríen y comparten té con leche y pan con mantequilla. Todos viven. Es una escena sólida como un ancla, pero que retorna a nosotros cada vez más pálida. Por eso hemos de escribir, no para revivirlos a todos, sino para transformar el recuerdo de sus formas y sonidos en vectores de imagen y carne, hasta que sus cuerpos, fuertes como balas recién disparadas, se incrusten en nosotros.  Y es precisamente ahora, cuando la ciencia se muestra impotente ante los cuerpos heridos y rezamos con la muerte posada en los labios, que nos inventamos un dios principiante, más dulce que cualquier cruz, ingenuo como un atardecer gigante que envuelve a mi familia -vivos, cada uno- en una tarde del año 2000, donde un feliz bullicio lo inunda todo, el silencio es mínimo y los rayos de luz caen hinchados como limones.